miércoles, 20 de abril de 2011

En las aulas de la UASD

La USAD fue en la década de los 60 receptáculo de jóvenes que alzaron su voz por las libertades de su pueblo

{Por Rab Messina | Fotos Archivo General de la Nación y cortesía de Dimas de Moya | Edición 0005}
EL COSTO DE SER UN ESTUDIANTE
“Cuando mi hermano comenzó a estudiar Medicina hacia el 59, recuerdo que los costos eran muy altos,” dice Cristinita Díaz. “Mis padres decían que el año escolar les costaba 90 pesos. Eso era mucho dinero; un funcionario ganaba un sueldo de 60 pesos”. Como cifra de comparación, el pasaje de carro público a principios de la década siguiente costaba 10 centavos.
Es después del movimiento renovador de 1965 que “los costos se convierten asequibles al pueblo con niveles económicos limitados. Esa fue una de las conquistas que obtuvo el pueblo a partir de la contienda de abril”.
A lo largo de 1969 era cotidiano escuchar en bocas jóvenes el canto de batalla de “¡Por el medio millón nadie se cansa!” en las calles y los pasillos de la Universidad Autónoma de Santo Domingo, las venas y arterias del latir sociopolítico de la nación de ese entonces. El movimiento, liderado por el entonces presidente de la Federación de Estudiantes, Hatuey De Camps Jiménez, buscaba que el gobierno dominicano subiera a medio millón de pesos el presupuesto anual de la universidad.
Las clases fueron intermitentes ese año. Hubo mortales enfrentamientos con las autoridades. Los que pudieron se fueron al extranjero o a la recién creada Universidad Nacional Pedro Henríquez Ureña. El incremento nunca se llegó a dar.
De convicciones e ideologías
Cuanto más cambian las cosas, más siguen igual. Si bien en las cabezas de los estudiantes intelectualmente privilegiados de la UASD de la década de los 60 se cocía la esperanza de administraciones nacionales libres de corrupción, de libertades políticas y de un país con toques socialistas y servicios básicos universales, las trabas de hoy y de siempre nunca cesaron de asomarse.
“A la postre hemos visto que realmente no importa la ideología que mantengan los hombres; más que eso lo que importan son las convicciones”, explica Dimas De Moya, hoy ginecólogo-obstetra de 68 años, entonces estudiante de medicina con matrícula 63. “La juventud de la época pensábamos que las teorías marxistas encerraban realmente una salida importante a la injusticia. Pero todo eso se volcó en un modismo”.
De Moya compara a un puñado de esos estudiantes, involucrados en los movimientos por mentalidad de borregos, al personaje Johannes Burgo del comediante Felipe Polanco. “Era el típico revolucionario sin concepto propio, que por estar ahí aprende el lenguaje y repite las cosas”, analiza.
Era común ver en el campus jóvenes con botas de militar, barbas, chaquetas, boinas, el look descuidado, una referencia sartorial a las ideas fusil-al-hombro de Mao Tse-tung y las influencias de la lucha armada de Fidel Castro. Estos en su mayoría formaban parte del grupo Fragua, de mentalidad izquierdista; al otro lado del espectro estaba el Bloque Revolucionario Universitario Cristiano, o BRUC; en el centro, el Frente Universitario Socialista Democrático. A falta de minimensajes, Facebook y Twitter, utilizaban la facultad de Ingeniería –el edificio más alto del campus en ese entonces– como atalaya y lugar de promoción de ideales. Cuando las autoridades asediaban, de decena en decena realizaban micro-meetings en paradas de guagua elegidas con antelación a lo largo de la ruta universitaria. Repartían volantes, daban anuncios, y en minutos se disolvían sin dejar rastro.
Lograron cambios
Decir que estas corrientes estudiantiles eran solo moda es injusto. Primero, tenían una validez política. “Cuando los estudiantes iban a la calle, todo el mundo les prestaba atención”, recuerda De Moya. “Los más conservadores porque tal vez pensaban que la situación se les escapaba de las manos. Las madres preocupadas por sus hijos, porque más que una policía para el orden era casi una policía política; era un régimen fuerte. Hay cientos de casos de estudiantes que fueron masacrados sencillamente porque se oponían a la corriente política que gobernaba el país en esa época. Balaguer dio duro a los líderes verdaderos que podían orientar la lucha”. Muchos pagaron con sus vidas su papel en la Revolución de Abril; algunos llegaron a parar en la cárcel de La Victoria. Y segundo, sí lograron cambios, al menos dentro de la universidad: se estableció la libertad de cátedra –la facultad de la expresión de la convicción propia le fue otorgada al profesor–, los estudiantes lograron formar parte del claustro y se celebraban elecciones, algo poco visto en un país recién salido de una dictadura.
Rafael Mejía, de 62 años, fue uno de los primeros en realizar la carrera de Ingeniería Electromecánica, instruido por profesionales que recién llegaban entrenados de México, enviados allá por Juan Bosch. Resguardado del ambiente político por padres temerosos, sus recuerdos del centro universitario se centran en lo aprendido –dentro y fuera de las aulas–. Más que textos comunistas, ya a finales de la década por sus manos circularon obras de Jean Paul Sartre y Giovanni Papini. “Lo que para ustedes es el BB y el iPhone, para nosotros eran los libros de pensamiento avanzado que llegaban de Europa”, cuenta el ingeniero. “El muchacho que no leía era marginado en las tertulias”, dice, denotando un interés más intelectual que político en los textos extranjeros. Si los estudiantes de promociones anteriores vieron a los porta-botas, a él le tocó ver aquellos con tendencias existencialistas, de vestimenta vaporosa y raída, sandalias, una pipa en la boca y un libro en la mano.
Cómo estudiaban
Qué pasó después
El centro educativo mantuvo su estatus de cocina sociopolítica hasta la administración del PRD casi dos décadas más tarde. “La universidad era la vanguardia de la lucha revolucionaria, el símbolo del pensamiento político progresista...hasta que el PRD llegó al poder en 1978, y se le fue delante a la UASD”, explica el gastroenterólogo Héctor López Zorrilla, antiguo estudiante del recinto. “Entonces ya los grupos universitarios no tenían discurso”. Ya para ese entonces, según explica el médico, cada grupo interno llegó a formar parte de un grupo político. “El Frente Universitario Socialista Demócrata, en el cual yo estaba, llegó a pertenecer al PRD; Fragua en sus principios era un apéndice del 14 de Junio; la izquierda se fragmentó entre (este último partido), el PMD y el PACOREDO. Hasta el BRUC llegó a ser izquierdista, siguiendo al Padre Camilo”. En otras palabras, las influencias políticas exteriores penetraron la relativa pureza de los movimientos internos, al punto de difuminar sus ideales.
Pero según otros, esos ideales se hubiesen difuminado de todos modos, a causa de la debilidad humana. “Veía a Narciso Isa Conde (con su historial de líder izquierdista) comprando laterías extranjeras carísimas en el Supermercado Asturias”, cuenta Rafael Mejía. “El comunismo donde primero fracasó fue aquí, porque los comunistas vivían metidos en restaurantes de lujo,” dice riendo.
Pero una de las cosas que más recuerda es la calidad de la docencia. Sus exámenes sin limitación de tiempo y a libro abierto, dada la dificultad de las pruebas, algunas, por orgullo, todavía las conserva. 16 alumnos por clase. Profesores tan entregados a la enseñanza que aceptaban consultas personales en sus casas. Todavía en esa década no había tantos docentes involucrados con alumnas, ni alumnos irrespetando a sus facilitadores. Aún no existían en los alrededores del recinto centros cerveceros ni colmados con camas para alquilar en la parte de atrás, para distraer a los estudiantes. “Ya ahí comenzó todo a declinar. Además, la penetración cultural estadounidense que disolvió el afán de la juventud por la política y la filosofía comenzó a finales de la década”, agrega Mejía.
“Fui profesor en la Universidad Mundial, y de 16 alumnos que tenía en una clase, solo uno tenía el nivel. Hoy más que nunca debería existir algo como el Colegio Universitario, (para reforzar los conocimientos en los primeros semestres de la universidad), porque las deficiencias con las que se vienen del bachillerato es algo horroroso. Creo, sin ser pesimista, que vamos mal en educación básica, intermedia, secundaria, superior, pública y privada. (En la UASD en particular), lo político barrió con lo académico, y hoy la universidad es pasto de la pugna entre los partidos políticos”.
Si bien la impresión de que todo tiempo pasado fue mejor es a veces poco más que una impresión, en lo académico no puede negarse su veracidad. Según los testimonios de quienes llenaron los pupitres de la UASD en la década de los 60, fue un tiempo dorado para la educación superior dominicana.
“El movimiento universitario está inconcluso, como está inconcluso el país”, analiza Dimas De Moya. “El país tiene deudas sociales que tiene que pagar. Todo eso se lo debemos al cuatro por ciento, a esta falta de educación, a esta corrupción”.
La mujer de la bandera
Cristinita Díaz, antigua estudiante de filosofía con matrícula 61, recuerda la primera vez que la universidad fue cercada, a finales de su año de entrada. “Salíamos en una marcha, caminando hacia la Máximo Gómez; naturalmente, la policía –represiva como ha sido siempre, y aún más justo después del ajusticiamiento de Trujillo– nos esperó a bombazos,” cuenta. “Las mujeres íbamos en la marcha, igual que los hombres, aunque en menor cantidad. Cuando íbamos avanzando, uno de los compañeros me dijo ‘Toma, lleva la bandera dominicana’. Cuando me vine a dar cuenta, yo iba delante”.
Esta imagen de la abanderada llegó a parar al New York Times, como constancia de la participación femenina en la lucha estudiantil de ese entonces. “Las mujeres que estábamos en la universidad éramos muchísimo menos que hoy en día”, explica Díaz, hoy de 67 años y profesora de la facultad de Humanidades en la UASD. “A la hora de dirigir o de tomar decisiones, los hombres eran los que estaban, según ellos, en capacidad de hacerlo. [...] Sin embargo, el periódico Fragua, que luego pasó a ser un movimiento estudiantil, tuvo [como miembro fundador] a Piky Lora”, concluye.

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Voltaire

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